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viernes, 18 de diciembre de 2020

Eróticos secretos del servicio



Con un caro bolso colgando de un brazo y un largo y fino cigarro en la mano, la señora caminaba por la casa camino a la salida. La sirvienta le pisaba los talones, cargando sus bolsas. Salieron al porche, donde el mayordomo estaba metiendo unas maletas en el maletero del inmenso coche aparcado en la entrada. La sirvienta dejó las bolsas junto a la maleta que quedaba por cargar.
 - Ya está todo. - Dijo la señora.
"Menos mal..." pensaron al mismo tiempo la sirvienta y el mayordomo.
 - Pues vámonos. - Contestó su marido, que esperaba apoyado en el costado del coche.
 El marido entró al coche por las puertas de detrás. Delante iba el chófer.
 - Solo nos vamos el fin de semana, pero no descuidéis vuestras tareas. Decidle a la limpiadora que quiero la casa perfectamente limpia a nuestra vuelta. Y a la cocinera que tenga preparada la cena para el domingo, probablemente lleguemos algo tarde.
 - Sí, señora. - Contestó el mayordomo.
 - Muy bien. Adiós. - Se despidió la señora, para luego subirse al coche.
La sirvienta y el mayordomo respiraron hondo mientras veían el coche alejarse por la calle, cada vez más lejos de aquella mansión en la mitad de la nada. Luego entraron juntos en la casa. En la cocina se reunieron con la cocinera, el jardinero y la limpiadora.
 - Ya se han ido. - Anunciaron.
Los cinco se quedaron en silencio, mirándose los unos a los otros, con el corazón a mil por hora.

Minutos después apareció el guardia de seguridad de la casa. Con una sonrisa de oreja a oreja les dijo lo que tanto estaban esperando oír.
 - ¡Cámaras desconectadas! ¡La casa es toda nuestra!
Se abalanzaron entre ellos, besándose con pasión unos a otros. Hacía mucho tiempo que no tenían la casa para ellos y había mucha tensión sexual por liberarse. El jardinero disfrutaba de los deliciosos labios de la limpiadora, que además había colado la mano por dentro de su pantalón y acariciaba su miembro sutilmente, haciéndolo crecer poco a poco. El guardia de seguridad y la sirvienta se estaban comiendo a besos como si fuera su último día juntos. Sus manos agarraban las partes del cuerpo del otro con fuerza, lejos de la sutileza con la que el jardinero y la limpiadora se acariciaban. Pero quienes se llevaron la palma fueron el mayordomo y la cocinera. Tras unos besos rápidos, casi protocolarios, habían dado rienda suelta a sus deseos. El mayordomo había encaramado a la cocinera contra la dura encimera y le había levantado la parte de abajo del blanco uniforme hasta la cadera. Ella, lejos de amedrentarse, separó las piernas para facilitar el acceso. Él apartó sus braguitas a un lado y, sin más dilación, la penetró profundamente. El gemido de placer de la cocinera retumbó en toda la casa. Los otros cuatro se habían girado y observaban excitados al mayordomo follándose a la cocinera contra la encimera sin vergüenza ninguna.